miércoles, 29 de octubre de 2008

I


Cómo no recordar ese día. Justo antes de que te encontrara habías ido al mall y llevabas ropa vieja en una bolsa y un vestuario nuevo puesto, incluyendo unos zapatos blancos con brillantes. Todo era nuevo y reluciente, y te hacía ver como una diosa, una diva, inmortal. Una escultura veneciana con colores eternos e inolvidables. Te hiciste intocable. Hermosa, envidiable. ¿Ahora entiendes por qué debía poseerte? Un objeto de colección como eras, debía tenerte. Tocarte, amarte. Cuántas veces te lo demostré en la cama que te obligué a compartir. Cuántas veces te amé uña por uña, dedo por dedo. Cuántas veces salpiqué esos zapatos nuevos con tu tinta roja. Y cuantas, dime cuantas, te hice limpiarlos con tu lengua. Ese sabor a dulce derretido que luego extraía de tu boca, que tomaba de cada miembro que te desgarraba, ese sabor a dulce amargo que no se encuentra en cualquier lado. Ah, qué placer el escogerte. Mi diosa, mi diva, mi inmortal belleza veneciana. Mi princesa de los zapatos rojos y despiadados.

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