jueves, 5 de noviembre de 2009

Hacía un frio infernal una noche de verano. Una noche extraña, adversa a toda racionalidad, que me llenaba de resentimiento y curiosidad. En esa noche tan extraña conocí la verdadera adrenalina, esa que es imposible de sentir a menos que estuvieras tan cerca de la muerte que pudieras saborearla. Sólo ese sabor te puede estremecer tanto hasta congelarte de miedo y quebrarte los huesos, hasta impulsarte a lo infinito y darle un fin. En ese tipo de noches puedes hacer cosas increibles, que luego tu mismo consideras sueños o pesadillas. Tuve la buena suerte de ser la pesadilla de alguien. No dire cómo, ni cuando, sólo diré por qué. Porque era una de esas noches y la víctima era irresistiblemente fuerte. Sabía a imposible, y a muerte, y una noche cualquiera se transformó en una de esas noches. Esas exquisitas noches.