jueves, 5 de septiembre de 2013

El agua caía rodando por sus gélidas mejillas, siguiendo su cuello y la línea de su figura, marcando los toques de su último compañero de juegos. Día tras día eran horas las que pasaba dejando las miles de gotas caer sobre su cuerpo desnudo, permitiéndose ser vulnerable frente a algo más que sí misma, admitiendo su propia existencia en un mundo que parecía no notarla. Horas tras horas de olvido y constante recuerdo. Cuando por fin salía de aquellas interminables duchas, monstruos con rostro de gárgola rondaban su mente hasta agobiarla, sin darle tregua siquiera para dormir. Eran largas noches acompañadas de insomnio y pesadillas, e infinitos días de ojeras y rutina. Eran años enteros de insoportable normalidad. Día tras día de aburrimiento rutinario, de juegos tontos, de amantes perezosos, de asquerosa y tortuosa vida sin novedad. Sin emoción. Sin terror o dolor alguno. Sin felicidad o risas. Era sólo en aquellas frías duchas al atardecer que podía existir con libertad. Cantar, reír, llorar, pensar en todo lo que había ocurrido y ocurriría. Era en esos momentos de lucidez que intentaba dilucidar la solución para sus demonios personales, antes de que estos repitieran crímenes tan faltos de bondad como los que habían sido capaces de realizar décadas atrás en su adolescencia, pero sabía que la única real solución era su muerte. Y como cualquier ser humano con un mínimo instinto, ella no quería morir. Lo que hacía morir eran sus deseos y fantasías día a día, con ese odioso frasco de pastillas recetadas por un psiquiatra. La vida era aburrida, y la odiaba, pero era así porque la adormecida vida de muerta viviente le daría la oportunidad de no cometer actos de crueldad por ansiedad, y porque la soledad que sentía sería idéntica con o sin sangre en sus manos.

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